Mira la Bruja, con sus pinceles encantados, devuelve el color y la vida a los rincones olvidados del bosque encantado.
En lo profundo del bosque encantado, donde el sol se filtraba a través de las hojas esmeralda, vivía Mira la Bruja Pintora. Su cabaña estaba abarrotada de frascos de pigmentos brillantes y pinceles hechizados, cada uno vivo con magia. Cada mañana, Mira deambulaba por el bosque, buscando lugares donde los colores se habían desvanecido: pétalos grises, hongos que habían perdido sus manchas y arcoíris desaparecidos de las telarañas. Con un movimiento de muñeca, giraba su pincel, liberando salpicaduras de violeta, esmeralda y oro. El bosque despertaba con cada trazo: los ciervos desarrollaban manchas, los hongos se sonrojaban de rosa y el arroyo volvía a brillar de azul. Una tarde, Mira descubrió un claro escondido tan descolorido que era casi invisible. Los pájaros permanecían en silencio e incluso las flores se marchitaban. Mira trabajó toda la noche, pintando esperanza en cada brizna de hierba, cantando canciones que hacían bailar los colores. Al amanecer, el claro cobró vida: las flores brillaban, las mariposas bailaban y los pájaros cantaban una melodía que solo la magia podía escribir. La noticia del don de Mira se extendió por todas partes. Animales y hadas la visitaban para compartir deseos e historias, y Mira siempre les daba un recuerdo pintado para llevar color dondequiera que deambularan. En los bosques mágicos, cada vez que un arcoíris brilla o una flor silvestre resplandece, todos saben que es obra de Mira, la bruja cuyo arte mantiene su mundo eternamente vivo.