A Willa la Ballena le encantaba coleccionar tesoros del fondo del océano: perlas, campanas de barco y misteriosas botellas de cristal. Pero sus hallazgos favoritos eran las reliquias de civilizaciones desaparecidas hace mucho tiempo. Cantaba canciones a los delfines sobre torres en ruinas, palacios de coral y jardines hundidos. Una mañana brumosa, un mensaje en una botella flotó hasta ella, mostrando el mapa de una ciudad olvidada en las profundidades de las olas. Willa siguió las pistas con sus amigos —un cangrejo curioso y una sabia tortuga vieja—, esquivando corrientes arremolinadas y abriéndose paso entre bosques de algas. Encontraron la ciudad, sus calles pavimentadas con conchas y sus edificios cubiertos de historias contadas por peces luminosos. Cada artefacto que descubrían susurraba recuerdos: una brújula perdida por un marinero, una moneda caída por un comerciante, una pequeña flauta tocada en festivales. Willa se dio cuenta de que el mayor tesoro eran los cuentos que estos objetos contenían. En lugar de guardarlos para sí misma, llevó las reliquias a la superficie y compartió sus historias con todas las criaturas marinas. Peces y ballenas, tortugas y pulpos, se reunieron para escuchar, aprendiendo las lecciones del pasado y soñando con nuevas aventuras juntos. Desde ese día, el océano resonó con risas y sabiduría, y el corazón de Willa —como la ciudad perdida— estaba lleno hasta el borde.