En el corazón de Nueva York, Leo el León navega por el imponente paisaje urbano en busca de comunidad, aventura y un lugar al que pertenecer.
Leo el León no nació en una sabana; nació en las profundidades de la ciudad de Nueva York. En lugar de árboles de acacia, veía rascacielos. En lugar de cebras, había taxis amarillos. Leo, con una melena dorada y un corazón curioso, vagaba por Central Park y las luces parpadeantes de Broadway, siempre buscando algo más. Observaba a la multitud: gente apresurada, músicos tocando en el metro y artistas pintando en las aceras. Pero en la jungla de cemento, era fácil sentirse solo. Una tarde fría, Leo encontró un gatito tembloroso junto a un cubo de basura. Compartió su cálida melena y rugió suavemente para mantenerlo a salvo. La noticia de la amabilidad de Leo se extendió. Pronto, una pandilla heterogénea se unió a él: palomas, mapaches e incluso una tímida rata llamada Benny. Juntos, hicieron que los rincones olvidados de la ciudad se sintieran como en casa. En los jardines de las azoteas, Leo enseñó a sus amigos a rugir de alegría. En las bulliciosas calles, formaron un desfile, haciendo sonreír a niños y adultos. Con cada nuevo amigo, el orgullo de Leo crecía, no solo en número, sino en espíritu. Aprendió que incluso la jungla más salvaje podía sentirse como una familia, si te atrevías a extender la mano. Y así, la leyenda de Leo creció. En cada callejón sombrío y plaza soleada, el León de Nueva York velaba por su ciudad, no como un rey, sino como un amigo para todo aquel que lo necesitara.